CAPÍTULO
OCTAVO
LA DECISIÓN DEFINITIVA
Mientras
una especie de tormenta ocurre en mi vida personal debido a la muerte de la tía
de mi mujer y la enfermedad de mi vecino, mi situación en la iglesia evangélica
es lógicamente cada vez mas extraña. Como dije antes, ya sólo estoy acudiendo
el domingo muy temprano a orar con 3 hermanos normalmente, y luego me voy antes
de que empiecen los cultos. El domingo 5 de septiembre de 2004 ocurrió algo
insólito, cuando ante una charla con un hermano, me confiesa que ya no creía en
la iglesia evangélica, y ante mi pregunta de si era protestante, me dijo que
no. A la semana siguiente nos vemos durante dos horas en la mañana para orar y
hablar de la fe, las obras, la iglesia, etc. El domingo 12 de septiembre se
produce el detonante que me “ayuda” desprenderme de la iglesia evangélica. Hay
un hermano que había estado dos o tres semanas insinuándome de forma sutil que
me tenía que congregar en la
Iglesia , hasta que aquel día saltó el problema cuando ante su
insinuación yo no pude tener paciencia y le saqué el pensamiento de la cabeza,
hasta que me lo confesó. En su preocupación estaba que yo no me estaba
congregando y que podía alejarme de Dios. Aquel día tomé la decisión de no
volver, pero no quería perder el contacto con los hermanos, si Dios me lo
concedía. Porque les amo a todos.[1]
El 15 de septiembre de 2004 decidí dar el
paso de ir a hablar con un sacerdote para confesarle mi situación de los
últimos tiempos y poner los medios para reconciliarme con la Iglesia. Es decir,
fui a confesarme, y reconozco que no sabía ni cómo hacerlo. Mi mujer siguió mis
pasos al día siguiente. Don Atanasio, el párroco me regaló el catecismo de la
Iglesia, y me lo dedicó: “a mi buen amigo Francisco Javier”, profecía de lo que
va a ocurrir en los próximos años, convirtiéndose el sacerdote en mi mejor
amigo y hermano.
Comencé a leerlo, y estamos esforzándonos
por hacer las cosas correctamente delante de Dios. Que el Señor nos ayude y nos
conceda la gracia de disfrutar del gozo de la salvación.
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